Suelo comparar escribir una novela con escalar una montaña. Cada montaña es distinta, así como el ascenso. A veces es un agradable paseo. Otras tienes que obligarte a parar para recuperar el aire, incluso a veces necesitas deshacer lo andado para escoger otro camino que sea más transitable. Que suponga esfuerzo, pero no dolor. Que te ayude a no perder el rumbo, que puedas tener siempre presente el paisaje, la fuerza de la tierra bajo tus zapatos. Escribir una novela no es fácil, pero poder observar esa cima, controlar cómo diriges cada uno de tus pasos, ayuda.
La cima, en general, para mí, suele ser la publicación de la novela. Como migas de pan, vas recogiendo cada idea, cada frase suelta, cada imagen inconclusa hasta transformarla en una escena, personajes revolucionándose entre sus saltos, un final sin prisas. Luego te sumerges en un camino compartido: preparas una propuesta editorial, mandas tu obra a distintas y futuras casas, esperas una respuesta. No te detienes, pero a veces sientes que no avanzas. Es normal: la espera también forma parte del proceso. Alcanzar la cima no siempre depende de uno mismo. Lleva tiempo. Meses. Años. Algunas cimas no se alcanzan nunca, aunque siempre quedan más montañas, más historias.
Sin embargo, cuando sucede, cuando el momento llega y aceptan tu obra en una editorial y alcanzas esa cima tan ansiada, una sensación de irrealidad te envuelve. Sientes el esfuerzo deslizándose como lluvia sobre la piel, la ilusión escarbando entre las costillas. El aire que respiras parece más puro que nunca, lo observas todo desde lo alto. Un sueño que se cumple.
Las primeras veces encierran esa magia, un inesperado salto por dentro que aprendes a echar de menos con el tiempo. No eres el mismo después de publicar, de alcanzar esa cima, y eso se nota. Tu relación con la escritura cambia. Antes, el camino era un descubrir constante y sin barreras. Te lanzabas al vacío sin despegar los pies del suelo. Todo era nuevo, y era mejor, y el paisaje brillaba y no te importaba recorrerlo día y noche porque bastaba con seguir caminando, seguir escribiendo. Exigías lo que conocías, y las expectativas eran ruido blanco. Ahora sientes que no encajas en ningún zapato. Ahora te impones crecer rápido cuando nadie nace en una cima, ahora los caminos son muchos y ninguno a la vez. Hay días en los que te obligas a escribir porque necesitas cumplir con lo que se espera de ti. El número de palabras nunca parece suficiente. Tú no pareces suficiente, tampoco lo que escribes. Dejas párrafos a medias, los miras, esperas a ver si se rellenan solos, y entonces te das cuenta de que escribir sigue siendo lo que te mantiene vivo, pero ahora darle voz duele. Pero, ¿cómo no va a doler si nada de lo que haces te parece perfecto? ¿Cómo no va a doler verte en el punto de salida, con la cima de esa montaña desdibujándose por la distancia, cómo no va a doler sentir que tus sueños empiezan a gotear, a alejarse? La pérdida de las historias que hacíamos nuestras sin más pretensión que pasar un buen rato le abre la puerta al miedo, y ese miedo te termina absorbiendo hasta que te ves incapaz de seguir creando. O peor: de no crear nada bueno.
Y entonces te paras. No eliges pararte porque sigues escribiendo, a ratos, cuando el miedo calla, pero por dentro estás quieto en medio de ninguna parte. Empiezas a preguntarte por qué escribes, y muchas veces no sabes qué respuesta darle a una pregunta que nunca habías tenido que hacerte hasta este momento porque antes con escribir bastaba. Echas la vista atrás, observas las montañas que has escalado y nada se aloja en tu pecho. Es como si nunca las hubieras pisado, como si la tierra no te dejara avanzar. «Soy un impostor, un fraude», te repites cuando no te ves reflejado en los logros de los otros, cuando los tuyos parecen algo insignificante en comparación. «No valgo para esto».
Pero sí vales. Y las montañas siempre van a estar ahí, esperándote. A veces necesitarás poner distancia y recobrar el aliento, y eso también está bien. Escribir con expectativas rodeándote como cuchillos recién afilados es una carga que nadie debería soportar cuando la recompensa es una promesa infinita. Los límites no solo dependen de nosotros, pero están ahí, asfixian. Y cuando las palabras duelen porque no son lo que esperabas, cuando la realidad se rompe porque el tiempo pasa y tu inseguridad crece, solo queda lo de siempre. Seguir escribiendo. Seguir escalando esa montaña, poco a poco, al ritmo que necesites. Eligiendo senderos con calma, sentándote durante días si necesitas poner el foco en algo más, entender que la escritura es parte de la vida como el respirar, pero tampoco lo es todo. Dejar de compararte, disfrutar con tu propio ritmo, conectar con lo que llevas dentro. Darle un portazo en la cara al miedo y que solo importe lo importante. Porque es lo que merecemos: escribir sin cadenas, sin la presión constante de ser mejor, sin obsesionarse por el número de páginas, sin compararnos.
Recuerda por qué escalas esa montaña, que al final es lo mismo que recordar por qué escribes.
Un comentario en “escribir es como escalar una montaña”
Lo cierto es que chapó, me encanta y tienes mucha razón en lo que has puesto. Esta muy bien, seguiré tu consejo bss
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